Y aquí estamos, con otro relato reciclado. Lo escribí en la época en que no actualizaba el blog, y me apetece que esté por aquí. Es de otro de mis personajes de Neverwinter, que jamás pudo llegar a desarrollarse... me quedaré con esa espinita clavada.
Prometo daros algo nuevo pronto, pero no es tan fácil.
― Así
que cuentas historias― pregunta él, mientras llama la atención de
la camarera para que les llene la copa de nuevo―. Me encantan las
historias, cuéntame alguna y te invito a cenar.
― Si
me lo pides así, no puedo negarme― la pequeña elfa sonríe con
inocencia y se coloca bien en la silla, dando un trago de su vino―.
Os voy a relatar algo que ocurrió en mi propia aldea, hace casi tres
siglos.
Cuando
la chica hace una pausa, aprovecha para mirarla bien otra vez. A
pesar de que seguro que ha vivido varias décadas más que él, a sus
ojos no parece mayor que su hermana de 14 años. No sabe bien cómo
actuar, pues aunque sólo sea una adolescente, hay algo en ella que
le atrae de una forma casi primaria. Se fija en sus dos amigos, Bern
y Luria, y los encuentra como siempre, dispuestos a escuchar una
buena narración y en un respetuoso silencio. La sala común de la
posada está abarrotada esa noche, y nadie más les
presta demasiada atención.
«Mi
aldea es muy pequeña, un lugar tranquilo y monótono en el que, como
en casi todos los sitios donde vivimos los elfos, las cosas apenas
cambian. Además, la gente no se atreve casi nunca a salir de ella,
porque está rodeada por un bosque del que se cuenta que está
maldito y plagado de terribles criaturas.
Pero
situémonos hace 278 años, que es cuando ocurrió todo lo que os voy
a contar. Mi historia se centra en Acthelion, un por entonces joven
elfo que vivía con sus padres, hermanos y abuelos en una granja de
la aldea. Su familia era feliz allí, pero él estaba cansado de la
monotonía y quería algo nuevo en su vida.
― ¡Acthelion,
no se te ocurra acercarte al bosque!― le solía ordenar su madre. Y
como aquello sonaba casi como una invitación, Acthelion iba al
bosque a menudo.
Lo
mantenía en secreto, pero le encantaba pasar allí las horas en que
no debía ayudar a sacar la granja adelante. A él no le parecía en
absoluto un lugar maldito, sino un precioso bosque lleno de paz. Pero
no dijo nada, pues no quería compartirlo con nadie. Le gustaba dar
largos paseos, bañarse en los lagos o simplemente tenderse al sol,
sobre la hierba, y observar los pájaros y las formas de las nubes.
Y
una tarde, mientras bebía el agua clara y limpia de un arroyo, le
pareció escuchar algo».
― ¿Qué
es lo que escuchó?― inquiere Luria, sin poder aguardar a que la
joven continúe.
― Sssshh,
déjala seguir― la amonesta él, ganándose al hacerlo una amplia
sonrisa de agradecimiento de la narradora. No es más bonita que
otras elfas que haya visto, pero le hace contener la respiración.
«Acthelion
afinó el oído, y entonces el sonido le llegó claramente. Era un
pequeño tintineo, como el de una campana. Alzó la vista, pero no
encontró nada extraño. Y el tintineo persistía, ahora un poco
alejado.
Sin
pararse a pensarlo, Acthelion se levantó y fue tras el tintineo, que
siempre estaba unos pasos por delante de el. Comenzó a seguirlo, sin
fijarse por dónde caminaba, atento sólo a lo que captaba su oído.
El tintineo lo guió, incesante, por el bosque, y el resto de cosas
dejaron de importar. Los segundos se convirtieron en minutos. Los
minutos, en horas.
Las
horas se convirtieron en días.
Y,
finalmente, el tintineo lo condujo al interior de una cueva.
Acthelion entró, sin hacer caso del cansancio, y una vez dentro dejó
de escucharlo.
Pero
no le importó, porque se hallaba en el lugar más bello que había
visto jamás. La roca de la cueva estaba cristalizada con minerales
de mil colores, y estalactitas rosadas en espiral brotaban del techo.
En el suelo crecían setas azules y moradas que despedían un intenso
fulgor, alumbrándolo todo.
Y
la elfa que lo esperaba era lo más hermoso que sus ojos habían
encontrado en toda su vida. Su piel era blanca como las nubes
limpias, su cuerpo era exuberante y delicado como las flores, sus
ojos y sus cabellos eran verdes como el corazón de un bosque.
Ninguna
tela cubría su cuerpo perfecto. Yacía sobre el suelo de la gruta,
con los brazos hacia arriba, las piernas separadas, invitándolo a
hacerla suya.
Acthelion
no pudo resistirse. No hablaron. Sólo se amaron, una y otra vez. Los
minutos se convirtieron en horas. Las horas, en días.
Los
días se convirtieron en semanas.
Y,
una mañana, Acthelion despertó y ella no estaba allí. Asustado, la
buscó por toda la cueva, con el corazón a punto de estallar de
dolor. Desconsolado, la llamó a gritos, a pesar de que ni siquiera
conocía su nombre.
No
fue capaz de encontrarla. Con el alma desgarrada, volvió a la aldea,
donde lo recibieron con gran alegría, pues ya lo daban por muerto.
Hubo una fiesta en su honor, pero él sólo miraba al vacío. Triste,
roto. Incompleto. Las horas se convirtieron en días. Los días, en
semanas.
Las
semanas se convirtieron en meses.
Y
Acthelion ya no era el mismo. Su alegría se había esfumado.
Constantemente se arrepentía de haber deseado tanto tener algo nuevo
en su vida, pues su pérdida era el peor castigo que alcanzaba a
imaginar.
Una
noche estaba solo en la granja, pues su familia había ido a los
festejos en honor a la llegada de la primavera. Él, como siempre en
los últimos tiempos, no tenía ganas de fiestas y se había quedado
contemplando las llamas de la chimenea. Y entonces le pareció
escuchar algo al otro lado de la ventana».
― ¡El
tintineo!― exclama Luria, feliz, y acto seguido se tapa la boca con
la mano y mira a la elfa, como esperando una reprimenda. Pero ella
sólo sonríe y asiente.
«Efectivamente,
era el tintineo. El corazón de Acthelion dio un vuelco, y salió a
toda prisa, esperando encontrarse con su amada. Pero lo único que
había allí fuera era algo envuelto en hojas, enredaderas y flores.
Se agachó a mirarlo, y su corazón dio otro vuelco al percatarse de
que era un bebé, una pequeña niña elfa con los ojos y el cabello
verdes como el corazón de un bosque.
Mientras
la cogía en sus brazos, el tintineo llegó de nuevo a sus oídos.
Alzó la vista y observó algo diminuto que volaba sobre él, una
preciosa hada con la piel blanca como las nubes limpias, con los ojos
y cabellos verdes como el corazón de un bosque».
― ¡Oh!― Luria parece encantada con el desenlace―. ¿Así que ella
era un hada? ¿Y qué hizo Acthelion?
― Eso
ya no lo dice la historia… pero te lo contaré yo, pues conozco
personalmente a Acthelion― la elfa apura su vaso y se pasa la mano
por el pelo, negro y corto, en un gesto distraído―. Recuperó su
alegría. Comprendió que su amada no podía quedarse con él, pues
no estaba en su naturaleza. Y que ya le había demostrado su amor de
la mejor manera en que los suyos podían hacerlo, dándole el mayor
de los regalos.
Quizá
es por cómo va vestida, con un vestido verde de corte infantil que
deja parte a la vista y mucho a la imaginación, pero no puede dejar
de mirarla. En este momento la desea más que a nada en el mundo, y
por las sonrisas tímidas que ella le dirige es obvio que se ha dado
cuenta.
La
invita a cenar, pasan las horas, Bern y Luria se marchan. Y cuando
ella se dirige a la habitación que tiene reservada, coge su mano y
le conduce dentro.
El
vestido infantil no dura demasiado tiempo puesto.
Y él
enseguida comprende que esa pose inocente es pura fachada, pero no le
importa. Una inexperta adolescente no tomaría la iniciativa de esta
manera.
Ni
le haría todas las cosas que ella le está haciendo.
Él
le pregunta su nombre, pues ni siquiera se han presentado. Ella dice
que eso es irrelevante, y siguen fundiendo sus cuerpos.
Él
le dice que la ama, aunque acabe de conocerla. Ella sólo sonríe, y
siguen fundiendo sus cuerpos.
Se
queda dormido en sus brazos, deseando que ella no se aparte nunca de
su lado. Y cuando despierta, tal y como había temido, está solo.
Le
pregunta al tabernero, por si sabe algo sobre dónde ha ido. Éste le
asegura que la vio salir al amanecer, aunque le había extrañado que
su cabello ya no fuese negro, sino verde.
Verde
como el corazón de un bosque.
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