lunes, 27 de julio de 2009

Asfixia, de Chuck Palahniuk

Aunque resulta evidente, tengo que decir que este texto no es mío. Acabo de terminar Asfixia de Chuck Palahniuk (el autor de El club de la lucha, entre otros libros), y no me queda más remedio que copiar aquí uno de sus capítulos. No es ningún spoiler, porque es uno de los primeros, un recuerdo del protagonista.
La novela va de un adicto al sexo y de su mierda de vida en general, no os cuento más por si os da por leerlo (lo recomiendo, por si no quedaba claro).



La luz que usaba el fotógrafo era cruda y proyectaba sombras muy oscuras en la pared de bloques de cemento que tenían de fondo. Una simple pared pintada en el sótano de alguien. El mono parecía cansado y tenía manchas de sarna. El tipo estaba en mala forma, pálido y con michelines, pero estaba ahí, relajado y agachado, abrazándose las rodillas con los brazos y con la tripa de chucho colgando, mirando a la cámara por encima del hombro y sonriendo.

«Beatífico» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Lo que al niño le gustó primero de la pornografía no tenía que ver con el sexo. No eran las fotos de gente guapa follando entre sí, con las cabezas echadas hacia atrás y poniendo aquellas caras de orgasmo fingido. Al principio no fue eso. Ya había encontrado un montón de fotos en internet antes de saber qué era el sexo. Tenían internet en todas las bibliotecas. Tenían internet en todas las escuelas.

Igual que uno puede mudarse de una ciudad a otra y encontrar siempre una iglesia católica y una misa que es la misma en todas partes, el niño siempre pudo encontrar internet, no importaba a qué hogar de adopción lo enviaran. Lo cierto es que si Jesucristo se hubiera reído en su cruz, o si hubiera escupido sobre los romanos, si hubiera hecho algo más que limitarse a sufrir, al niño le hubiera gustado mucho más la Iglesia.

Lo cierto es que su página web favorita no era especialmente sexy, al menos no para él. En ella uno encontraba simplemente una docena de fotografías de un tío regordete vestido de Tarzán con un orangután aturdido y entrenado para ir metiendo algo que parecían cacahuetes tostados por el culo del tío.

El tío tenía el taparrabos de piel de leopardo apartado a un lado y la goma elástica de la cintura hundida bajo los michelines de la cintura.

El mono estaba agachado, con el siguiente cacahuete a punto.

No tenía nada de sexy. Y, sin embargo, el contador mostraba que más de medio millón de personas habían visitado la página.

«Peregrinaje» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

El mono y los cacahuetes eran algo que el niño no podía entender, pero en cierta forma admiraba a aquel tío. El niño era estúpido, pero se daba cuenta de que aquello era algo que se le escapaba. La verdad era que la mayoría de la gente ni siquiera se atreverían a dejar que un mono los viera desnudos. Les aterraría el aspecto que pudiera tener su ojete, que pudiera tener un aspecto demasiado rojo o acolchado. La mayor parte de la gente no tendría agallas para agacharse delante de un mono, mucho menos de un mono y una cámara y varios focos, y en caso de hacerlo primero tendrían que hacer un trillón de abdominales, ir a una cabina de bronceado y cortarse el pelo. Después pasarían horas agachados delante de un espejo intentando encontrar su mejor perfil.

Y luego, por mucho que no fueran más que cacahuetes, uno tendría que permanecer relajado.

La mera idea de hacer audiciones con monos era aterradora, la posibilidad de ser rechazado por un mono tras otro. Seguro que puedes pagar bastante dinero a una persona para que te meta cosas dentro o te haga fotos. Pero un mono. Un mono siempre es sincero.

Tú única esperanza sería contratar a aquel mismo orangután, que es obvio que no era muy exigente. O eso o estaba excepcional- mente bien entrenado.

La cuestión es que todo esto sería mucho menos interesante si uno fuera guapo o sexy.

La cuestión es que en un mundo donde todo el mundo tiene que estar guapo todo el tiempo, aquel tío no lo era. Ni el mono tampoco. Y lo que estaban haciendo no era bonito.

La cuestión es que el sexo no fue la parte de la pornografía que enganchó al niño estúpido. Fue la confianza. El valor. La falta total de vergüenza. La comodidad y la sinceridad genuina. La franqueza que permitía a alguien ser capaz de salir allí y contarle al mundo: Sí, así es como decido yo pasar una tarde libre. Posando aquí con un mono metiéndome cacahuetes por el culo.

Y no me importa el aspecto que tengo. Ni lo que vosotros penséis.

Así que apañaos como podáis.

Al insultarse a sí mismo estaba insultando al mundo.

Y aunque el tío no se lo estaba pasando en grande, su capacidad de sonreír y de mantener el tipo resultaba todavía más admirable.

De la misma forma que todas las películas porno implican a una veintena de personas fuera de plano, cosiendo, comiendo bocadillos y mirándose el reloj mientras otra gente está desnuda y tiene relaciones sexuales a unos pocos metros de distancia…

Para el niño estúpido aquello fue una iluminación. Llegar a estar en el mundo tan cómodo y lleno de confianza sería el nirvana.

«Libertad» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Aquella era la clase de orgullo y seguridad en sí mismo que el niño quería tener. Algún día.

Si fuera él el que saliese en aquellas fotos con el mono, las miraría todos los días y pensaría: Si puedo hacer esto, puedo hacer cualquier cosa. No importa a qué más te enfrentes, si puedes sonreír y reírte mientras un mono te mete cacahuetes en un sótano húmedo de cemento con alguien sacando fotos, bueno, cualquier otra situación será pan comido.

Hasta el infierno.

Cada vez más, para el niño estúpido, esa era la idea…

Que si había bastante gente mirándote, nunca más ibas a necesitar la atención de nadie.

Que si algún día te desenmascaraban y quedabas lo bastante expuesto, nunca más ibas a poder esconderte. No habría diferencia entre tu vida pública y tu vida privada.

Que si uno adquiría bastantes cosas, si lograba bastantes cosas, ya nunca querría poseer o conseguir nada más.

Que si uno podía comer o dormir lo bastante ya nunca necesitaría más.

Que si te quería bastante gente, nunca más necesitarías amor.

Que alguna vez se podía ser lo bastante listo.

Que algún día se podía conseguir suficiente sexo.

Todas estas se convirtieron en las nuevas metas del niño. En las ilusiones que habría de tener para el resto de su vida. Aquellas eran las promesas que vio en la sonrisa del tipo gordo.

Así que a partir de entonces, siempre que estaba asustado, triste o solo, todas las noches que se despertaba presa del pánico en un nuevo hogar de adopción, con el corazón latiendo a toda prisa y la cama mojada, cada día que empezaba la escuela en un vecindario distinto, cada vez que la mamaíta volvía a buscarlo, en cada habitación roñosa de motel, en cada coche de alquiler, el niño se acordaba de aquellas doce mismas fotos del hombre gordo agachado. Del mono y los cacahuetes. Y aquello tranquilizaba al mocosillo de mierda. Le mostraba lo valiente, fuerte y feliz que puede llegar a ser una persona.

Que la tortura es tortura y la humillación es humillación solamente si uno elige sufrir.

«Salvador» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Y es divertido ver cómo cuando alguien te salva, lo primero que quieres hacer es salvar a otra gente. A todos los demás. A todo el mundo.

El niño nunca supo cómo se llamaba aquel tipo. Pero nunca olvidó aquella sonrisa.

«Héroe» no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

martes, 14 de julio de 2009

Música y luz

Me ha dado guerra, pero al fin lo he acabado... va para Dama Blanca.
Y, por supuesto, para K.




Sus pensamientos se esparcen. Sabe que están a punto de hacerle comprender algo esencial, algo que hará que su percepción cambie para siempre, pero se desparraman por el borde antes de terminar de formarse. La mayor parte son de un tono negro amarillento e infectado, podridos de verdades, y casi escucha el chapoteo grumoso que hacen al resbalar. Y de vez en cuando surge uno de un color brillante, limpio y sedoso, que quizá sea una ilusión o quizá otra verdad, una buena, que también abandona su cabeza antes de revelarse. No chorrean al alcanzar el borde, sino que escapan flotando. Son del mismo material que la música; todas sus canciones están hechas de un cúmulo de esos pútridos pensamientos negros, y en algunas hay uno o dos jirones verdes, o rojos, que es lo que le da magia al resto si se teje correctamente. Una canción totalmente hecha de pensamientos brillantes sería algo tan puro que no debería existir.

Y siguen brotando. Y se alejan de su alcance, sin llegar a ser formulados. A medida que la combinación de mimai, belladona y whisky va inundando su interior, los pensamientos negros van desapareciendo completamente. Abre los ojos. Ahora ve con claridad. Ya no hay dolor. Ni físico ni tampoco el otro, el que desgarra. El mundo ya no está teñido de sombras.

Y ella brilla. Al ritmo de las luces de ambos. Sus ojos están cerrados y una sonrisa plateada le da fuerza a su rostro. Sabe que ella también lo siente. Que por un instante ambos son dioses, que pueden hacer cualquier cosa.

Ella levanta los párpados en una explosión azul. Tal vez dice algo. Tal vez él responde. No importa. Es tan hermosa que está hecha de música.

Y quiere oírla sonar más cerca. Quiere vivir vidas enteras a su lado. Toda ella es un pensamiento puro, eterno, libre, y sus manos le ayudan a deshacer la barricada de tela que los aleja. Nada debe separarlos, nunca. Necesita fundir su melodía en la suya, empaparse en su luz, perderse en el susurro azul de su mirada. Desterrar las sombras para siempre.

Y ella las espanta con la música que emana de su cuerpo infinito. Y él paladea ese cuerpo con las manos, lentamente, como afinando un instrumento. La hace sonar. Siente que la carga de música pura que la invade la obliga a estremecerse, y comprende que debe extraer una parte para liberarla, para que la melodía quede repartida entre ambos. Para que su propia música deje de estar podrida y compuesta de coágulos de pensamiento infectado.

Aparta la suave cascada roja que cubre su rostro y se funde en el torrente que surge de sus labios. Deja que la melodía lo llene, y ahora es ella quien paladea su cuerpo con las manos y lo hace sonar, pero su música continúa estando desafinada. Sus antebrazos arden, necesita liberarse de las vendas que llevan tantos años formando parte de sí mismo. Ella lo sabe porque él lo sabe y las retira mientras su torso susurra contra el suyo. Él permite que lo haga aunque jamás se haya entregado antes hasta tal punto. Y con ello se disuelven los últimos vestigios de negrura que quedaban en su interior.

Ella observa las huellas que las sombras han dejado en sus brazos y de sus ojos brota espuma azucarada. Él quiere decirle que ya no importa. Quiere decirle que las sombras ya no existen, que ella las ha hecho huir, pero no dice nada. Suena para ella sin palabras, y cuando la luz plateada la envuelve de nuevo sabe que lo ha comprendido.

Va acariciando los acordes sin prisa, siguiendo las descargas de música pura que recorren su espina dorsal. Ahora es él quien marca el ritmo, y ella lo acata; sus hombros se arquean hacia atrás, sus labios contienen el aliento, sus dedos le dibujan luces en la espalda. Sus pechos saben a puesta de sol.

Encuentra el origen de su canción y ella se estremece con una violencia armónica. Toca cada una de las notas, primero despacio, después aumenta la cadencia, según le dicta la melodía que ambos están componiendo. Detiene el remolino de caricias y ella le rodea las caderas con las piernas para conducirlo hacia su interior. Y él se deja guiar, porque mientras estén fundidos el uno en el otro las sombras no regresarán. Ni tampoco el dolor. Se cobija dentro de ella, se diluye en su claridad hasta que todo lo demás se desvanece, hasta que sólo existen ellos y su canción. Y el tiempo se detiene, o tal vez se acelera. O tal vez las dos cosas.

Las descargas de luz agitan todo su cuerpo, lo hacen temblar al ritmo del resplandor que los envuelve.

Y ella brilla cada vez más, gime en su oído, pronuncia un nombre, quizá es el suyo. Pero ahora él no es ningún nombre. Él es música. Los dos lo son.

Y los dos sienten que la canción está a punto de terminar, que las notas se precipitan hacia un final cada vez más inexorable. Sus miradas se funden tanto como lo están sus cuerpos, se entrelazan, tratan de retrasarlo. Pero es inútil; ella concluye su parte en una súbita y lenta sacudida. Él toca un último y vertiginoso acorde casi al unísono. El estallido los deja inundados de música, desbordados de luz.

No quiere soltarla, porque sabe que si lo hace las sombras volverán. Siempre vuelven, son parte de él. Así que permanecen aferrados, enlazados, diluidos el uno en el otro. Sumergidos en el eco de esa canción totalmente hecha de pensamientos brillantes, tan pura que no debería existir, pero que ha existido para ellos.




La imagen es de Victoria Francés, con algún retoque muy pequeño hecho por mí en Photoshop (las uñas, la oreja y las cicatrices del brazo del personaje masculino). Aquí está la original.

miércoles, 1 de julio de 2009

Descenso al inframundo



Esta historia ya la conté en mi Fotolog, con fecha del 31 de marzo, pero todos sabemos que cualquier día te pueden censurar la cuenta por cualquier chorrada, y además últimamente no le hago mucho caso. En otras palabras, que no quería perder la ida de olla que escribí este día, así que lo siento para los que lo veáis repetido.

Es el apasionante relato de mi primera búsqueda de un gimnasio
.


Pues resulta que hay dos gimnasios en mi barrio, o lo que yo pensaba que era mi barrio. Ayer por la tarde fui alegremente a preguntar precios y a informarme, después de que mi madre me hubiera explicado donde estaban. El primero lo encontré sin problemas. El precio estaba bien, pero el sitio no me gustó demasiado, era muy pequeño y había pocas máquinas. Así que decidí ir en busca del segundo.

La única información que tenía al respecto es que estaba en una piscina a la que iba cuando era pequeña, y cuyo camino no recordaba en absoluto. Mi madre me dijo: «tú bajas toda nuestra calle, y luego tuerces a la izquierda en el Paseo de los Olivos y ya te lo acabarás encontrando».

Pues ahí iba yo tan feliz, bajando toda mi calle. Aquí tengo que hacer un inciso, para aclarar algo sobre mi barrio. No es de los mejores de Madrid precisamente, pero tampoco es que sea lo peor... al menos donde yo vivo. Mi calle sale de una relativamente importante que se llama Paseo de Extremadura. Yo vivo en el 5, así que la civilización de la zona conocida y comercial aún llega hasta mi casa. Pero a medida que se va avanzando en la calle, uno baja al inframundo. Unos números por debajo de mi calle, aquello parece un pueblecito. Unos cuántos números más abajo, parece un pueblecito de los chungos. Y abajo del todo, parece otra dimensión al más puro estilo lovecraftiano, con seres malvados y realidades alternativas no demasiado amistosas.

Al rato ya estaba en el Paseo de los Olivos, y fui avanzando hasta sumirme más y más en esa dimensión paralela. Y aquello no se acababa nunca, y la piscina no aparecía. La gente con la que me cruzaba era cada vez más rara. Luego dejé de cruzarme con gente, directamente. Y aparecí en medio de un cruce de carreteras surrealista, que llevaba a una especie de parque enorme/bosque maligno plagado de profundos.

Ahí admití mi derrota... y llamé a mi mamá por teléfono para decirle que me había perdido. Después de las risas de rigor por la inutilidad de su hija a la hora de orientarse, le describí donde estaba y me dijo que ya me había pasado la piscina hacía rato.

Así que volví. Y por el camino de vuelta, vi una tapia de forma sospechosa... le pregunté a una señora (el primer ser vivo sin tentáculos con el que me crucé en todo ese rato) por el gimnasio, y me dijo que lo habían cerrado hace tiempo. Me cagué en todo, pero no me extrañó; seguro que todos los clientes habían sido sacrificados en ritos extraños o devorados por primigenios.

Y entonces descubrí que hay algo peor que bajar al inframundo; subir desde el inframundo. Porque lo de subir es literal, mi calle hace una cuesta enorme desde un poco por debajo de mi casa hasta el final. 90 malditos números de cuesta infernal. Me alegré más de que el gimnasio ya no estuviera, porque sólo con volver de él cada día haría suficiente ejercicio para una semana. Pero al final conseguí llegar viva a mi casa. Con un pulmón menos, pero viva.

Y aquí acaba la odisea. Ahora me toca buscar gimnasios en otros barrios, preferentemente en nuestra propia dimensión.

Conclusión: esto de la vida sana es una puta mierda xD