miércoles, 3 de junio de 2009

Huyendo de la soledad (1)


-->Sale de la solitaria casa en silencio y encamina sus pasos al puerto, pasando desapercibido en el conflictivo barrio en que se encuentra. Nunca ha hecho esto en su ciudad, porque hasta ahora no lo ha necesitado, pero supone que será aún más sencillo que en otros lugares. Aprovecha un momento en que pasan varios marineros cerca para salir de las sombras sin llamar mucho la atención y abre la puerta de Los Pechos de Sutherna con suavidad. Un vistazo le muestra que dentro no hay nadie que lo conozca demasiado, y se encamina a una mesa algo apartada con paso lento y provisto de cierta cadencia. Es un papel que ha interpretado ya bastantes veces y que siempre se le ha dado bien.

Desde que regresó a Tel-Arras, sobre todo en los últimos meses, se ha acostumbrado más de la cuenta a estar rodeado de gente conocida. Y ahora que parece que todos se han puesto de acuerdo para desaparecer, se siente solo de un modo en que hacía tiempo que no se sentía. Su música le ha servido como tabla de salvamento, ha sido algo a lo que aferrarse durante días, pero necesita algo más. Un tipo de alivio que la música no es capaz de proporcionarle.

Se sienta en el taburete y se recuesta contra la pared, cruzando una pierna sobre la otra en una pose ligeramente afeminada. Alza una mano para llamar a la camarera mientras deja que el cabello rojo caiga sobre su rostro y lo oculte en parte. Le da a cada uno de sus gestos el toque exacto entre amaneramiento y languidez, sabiendo cuál es la medida justa para no pasarse.

Pide un whisky, en voz tan baja que obliga a la camarera a inclinarse hacia él para escucharle. Cuando se lo sirve bebe un pequeño sorbo, y después lo deja en la mesa y se desabrocha un par de botones de su camisa negra y verde. Ahora sólo queda esperar; nunca le ha gustado el papel activo en estas situaciones, y nunca ha tenido la necesidad de tomarlo.

La primera en acercarse es una joven con aspecto de marinera, con la piel tostada por el sol y cabello corto y castaño. Le dedica una sonrisa, se sienta en el taburete que hay frente al suyo sin pedir permiso siquiera y deja su vaso sobre la mesa.

― ¿Qué haces aquí tan solo?
― Estoy tomando una copa, como todos – alza la mirada, con media sonrisa, y le da un nuevo trago a su whisky.
― Si te apetece puedes tomar otras cosas, en compañía― la chica ladea la cabeza con expresión pícara.
― Lo siento, guapa… pero creo que te equivocas de persona― se aparta un poco el pelo de la cara, con un gesto deliberadamente amanerado, sin dejar de sonreír.
― Ya lo imaginaba, pero aún así tenía que intentarlo― lo mira de arriba abajo antes de levantarse y volver con su grupo―. Una verdadera lástima…

El siguiente es otro marinero. Un semielfo que llega casi a la madurez, de pelo castaño cobrizo y aspecto rudo. De los que no admitirían sus gustos en público ni bajo amenaza de muerte. Le dirige una mirada penetrante, seguida de un rápido y casi imperceptible movimiento de cabeza hacia la salida; un gesto que con el paso de los años ha aprendido a interpretar muy bien. Cuando se ganaba la vida con esto, lo principal era la discreción.

Valora la oferta durante unos segundos y finalmente niega suavemente y vuelve a mirar hacia su vaso, para romper el cruce de miradas. Sabe que hubiera sido algo rápido y posiblemente violento, casi con certeza contra la pared de algún callejón. No le desagrada ese tipo de encuentros, y el semielfo no carece de cierto atractivo, pero no es lo que está buscando en este momento. En este momento necesita…

… algo como aquel chico. No se había fijado aún en él porque parece esforzarse en pasar desapercibido, aferrado a su guitarra en un rincón, como si le faltase el valor para tocarla. No tiene más de dieciséis o diecisiete años, y mira tímidamente a su alrededor con unos grandes ojos verdes enmarcados en un rostro de rasgos bonitos y delicados. Esboza una sonrisa al darse cuenta de cómo le recuerda el muchacho a sí mismo, años atrás, cuando su maestro Arion se había acercado a su mesa con intenciones bastante diferentes a las que tiene él ahora.

La camarera pone un vaso delante del chico, y al inclinarse deja a la vista un generoso escote, pero el muchacho se limita a hacer un gesto de asentimiento, sin fijarse siquiera. Ese detalle termina de decidirle, así que alza la cabeza y lo mira abiertamente. El chico repara en él, sostiene su mirada un instante y se sonroja acto seguido, para enseguida bajar la vista.

Se dice que no tiene por qué tomar siempre el papel pasivo; se levanta despacio y se dirige a su mesa, con el vaso en la mano y sin amaneramiento ya en sus gestos.

No hay comentarios: