martes, 31 de marzo de 2009

Monstruos

A petición de Sniff, pongo un relato que escribí hace unos 10 años y al que tengo especial cariño. Está sin retocar ni nada, tal cual lo hice entonces, supongo que debería pulirlo un poco.


Mientras iba de camino al hospital no podía quitarse de la cabeza las dudas que llevaban atormentándole durante los largos días de espera, desde que se hizo las primeras pruebas. Recordaba la cara indiferente de la enfermera, un rostro sin expresión alguna, cuando le dijo que los resultados tardarían una semana, con una voz mecánica, como una grabación. Y cuando él le pidió que los adelantaran, se limitó a sonreír como un robot y a explicarle, utilizando el tono de voz que se usa cuando uno habla con un niño pequeño, que eso no era posible debido a las listas de espera y a un montón más de detalles que no escuchó. No le interesaba, en realidad.

Se dio cuenta de que esa enfermera era una especie de monstruo sin ningún tipo de sentimientos, que no se había ablandado ante la desesperación que debía de reflejar su rostro en ese momento. Era una mala mujer, sin duda, que no merecía ese puesto de trabajo. Cualquier otra enfermera habría accedido a su petición y haría todo lo posible para adelantar los resultados de sus pruebas, porque seguro que los problemas del resto de la gente de las listas de espera no eran tan graves como el suyo. Por supuesto que no. Cualquiera podría darse cuenta. Cualquiera, menos esa mujer necia e incompetente.

Con un gesto nervioso, se secó el sudor de la frente con el pañuelo que llevaba en el bolsillo. Aún faltaba bastante para llegar al hospital y además había un atasco de mil demonios. Enfurecido, tocó el cláxon para hacer que el coche que tenía delante avanzara de una vez, pues el semáforo ya estaba verde. Contuvo el deseo de pisar el acelerador y llevarse por delante a ese montón de chatarra, porque no quería meterse en líos, y mucho menos ahora. Miró a los conductores de los vehículos de su alrededor, y todos le parecieron seres estúpidos que vivían felices. No tenían problemas como el suyo, y les odió por ello al igual que había odiado a la enfermera.

Aquella semana había sido un verdadero infierno para él, le era imposible ir al trabajo y aguantar las miradas compasivas de sus compañeros. Claro, para ellos era muy fácil decirle: “Que tengas suerte, amigo”, lanzarle una de aquellas odiosas miradas compasivas, y después olvidarse y continuar con sus vidas mezquinas. Cada vez estaba más convencido de que en realidad se alegraban de su desgracia, de que eran monstruos humanos que disfrutaban con los problemas ajenos. Como la enfermera.

Cuando quiso darse cuenta ya había llegado al hospital. Aparcó el coche, bajó y entró en el edificio. Sabía que se acercaba el momento de conocer la verdad y eso hacía que sudara más y más. El pañuelo ya estaba empapado de tanto usarlo para secarse la frente.

Se paró frente al despacho del médico. No había nadie en la sala de espera, y se alegró de no tener que ver las caras de los monstruos que había allí otras veces, regocijándose con su desgracia. Una enfermera, diferente de la del otro día, le indicó que podía pasar con voz mecánica. Voz de autómata. Voz de monstruo.

Abrió la puerta. El doctor le esperaba, con una sonrisa falsa de monstruo en la cara.

— Buenos días, señor Smith. Siéntese.
— Buenos días, doctor.
— Ya tenemos los resultados de sus pruebas, supongo que querrá usted que le informe de lo que hemos descubierto.
— Por supuesto, doctor. Y por favor, dígame la verdad.
— Está bien. Quiero ser franco con usted.
— ¿Tengo cáncer? Contésteme sólo a eso.
— No quería decírselo tan bruscamente, pero sí.
— ¿Tengo alguna posibilidad?
— Sé que esto es difícil para usted, pero…
— Por favor, conteste deprisa.
— Bien. Es complicado, quizá si se hubiera hecho las pruebas antes podríamos operarle.
— ¿Cuánto tiempo me queda?
— Unos seis meses.

Seis meses. El médico siguió hablando, pero él ya no le escuchaba. En su cerebro resonaban las palabras cáncer y seis meses, una y otra vez, sin interrupción, con la voz del doctor como fondo. Parecía realmente compadecido de él, igual que los compañeros de trabajo, igual que la enfermera, igual que todos. Pero sólo estaban fingiendo, lo sabía, y también había sabido desde el principio que tenía un cáncer, pero no había querido creerlo. Y ahora no le quedaba otro remedio que admitirlo. Seis meses, ¿y después qué? Estaba muy claro. Después vendría la muerte.
Y todas aquellas personas se alegrarían, porque ellas no tenían problemas, y siempre es divertido ver como otros se hunden en la miseria (o en la muerte) y tú sigues vivo para alegrarte. Eran unos monstruos. Todos lo eran, empezando por el médico, que continuaba hablando y hablando, con sus ojos de monstruo fijos en él. Sólo fingía sentir lástima, aquel era su trabajo. Aquel era el trabajo de todos. Fingir. Y él no tenía por qué soportarlo.

Salió del despacho, dejando al doctor con la palabra en la boca, y fue corriendo hacia la salida. La gente, el personal del hospital y los propios enfermos le miraban sorprendidos y con lástima. Siempre esas miradas de lástima. ¿Sabían todas aquellas personas lo que era sufrir? ¿Acaso a ellos les quedaban seis meses de vida? Lástima fingida, eso era todo. Lástima falsa.

Encontró la salida, entró en su coche y arrancó, encaminándose a vivir el final de su vida entre monstruos que se alegraban de su desgracia.

Siguió mirando a la gente que iba por la calle. Vio a una mujer con dos niños pequeños, un hombre, una adolescente, una anciana… un desfile interminable de personas sin problemas, que se sentían alegres al verle. Todos ellos se alegraban, se leía en sus rostros. Incluso podía adivinar sus pensamientos. Todos le miraban a él, todos, con esa mirada de lástima. Sabían que se estaba muriendo, y se alegraban por ello.

Pero, ¿cómo había podido tardar tanto en darse cuenta de que estaba rodeado de monstruos? ¿Es que el cáncer le había abierto los ojos? Había vivido toda su vida entre monstruos sin ni siquiera saberlo.

Paró en un semáforo, mientras cruzaba una señora con un bebé en brazos. Sintió deseos de atropellarla, pero no lo hizo. Por el niño. No tenía la culpa de nada, era demasiado pequeño para comprender que su madre era un monstruo. Y de pronto, cuando la mujer ya había terminado de cruzar, se dio cuenta de algo. El bebé le miró y sonrió, con ojos de monstruo. Con sonrisa de monstruo. Aceleró, saltándose el semáforo, pero ya era demasiado tarde. Los monstruos estaban a salvo.

Eso acabó con su paciencia. Todos debían pagar por lo que estaban haciendo, eso estaba claro. Decidió parar el coche y hacerlo de una vez, para poder vivir feliz el poco tiempo que le quedaba. Abrió la guantera y sostuvo en sus manos la pistola que guardaba allí por si había alguna emergencia. Aquello era una emergencia, sin duda. Salió del coche, con una sonrisa, y miró a su alrededor, buscando monstruos. Enseguida vio dos que se le acercaban, un hombre y una mujer. Sin pensarlo, apuntó al hombre y disparó. La mujer gritó, pero enseguida cayó al suelo, con un balazo en el cuello, como su marido. Sangre. Y más gritos de monstruos, que le rodeaban. Siguió disparando, y toda su visión se llenó de monstruos vociferantes que caían, y sangre, sangre por todas partes. Sangre de monstruo.

De repente la pistola dejó de disparar. Así, sin más. Y unos monstruos le sujetaron. El sudor resbalaba a chorros por su rostro, y trató de soltarse, pero no pudo. Miró a los monstruos que le observaban, aterrorizados, y comprendió que le tenían miedo. Lo había logrado, y ahora debía esperar para aniquilar más monstruos. Dejó de debatirse y miró fijamente a los que le sujetaban, y cuando estuvo seguro de que ya se habían confiado se soltó y salió corriendo, en busca de un objeto, tal vez un bate de baseball, para golpear a los monstruos y ver saltar de nuevo su sangre. Le perseguían, pero no importaba. Dentro de poco estarían muertos.

No vio el coche que se le venía encima, y casi no sintió nada cuando le atropelló. Pensó que no era nada, pero no podía moverse, y su visión se estaba tiñendo de rojo. Lo último que vio fueron los rostros de todos los monstruos que había a su alrededor, y después todos los demás aparecieron en su mente. Los compañeros de trabajo. El doctor. El bebé. La enfermera.

Y, justo antes de que todo se volviera rojo, supo que se habían salido con la suya. Finalmente, los monstruos habían vencido.








La imagen es de una de las cartas de La llamada de Cthulhu



7 comentarios:

Dama Blanca dijo...

Yo creo que el pobre hombre tenía razón.
De hecho, siempre he estado convencida de que mi hermana es un monstruo. Esos ojos saltones no pueden ser normales...

No hombre, pobrecita, es broma =(

¡Tú eres el monstruo! Que lo has matado.
Pero me gusta mucho Shubby Doo *O* y la foto mola un montón xDD

Y soy la primera. ¡Muajajá!

El_Darko dijo...

El que lucha con monstruos acaba convirtiendose en un monstruo. Y si miras al Abismo, el Abismo te devuelve la mirada.

Dama Blanca dijo...

Y si comes magdalenas, las magdalenas se acaban.

Dama Blanca dijo...

PD: Mi comentario es más filosófico.

Ejmejmejmcuentacuentosejmejmejm

Sniff dijo...

Plas plas plas...en dos palaabras im-prezionante jijijijiji. Me encanta, pero eso ya lo sabías ^.^

Laia dijo...

Me ha encantado.

Un besote

AK dijo...

Wolasssssss

Mi Isa, me vine a conocer tu blog.
La temática no es la misma. Pero no estoy de acuerdo en eso que dijiste de que no era interesante.

Me ha dejado intrigada el post anterior de las 10 palabras,
voy a echarle un vistazo.

Saludosssssssss